Los recuerdos no van en maleta. No tienes que empacarlos. Por suerte y por desgracia, van contigo… A donde tú vayas. No es como hacer una maletita con todo eso que vas a necesitar para tu viaje, que lo metes y lo que no, se queda en casa. Con los recuerdos eso no funciona. No eliges cuales te llevas y cuales dejas. Te llevas todos los que recuerdes. No te dejas ni uno atrás. Y como no van en una maleta, tampoco se pierden por el camino. No hay una buena (o mala) compañía aérea que te pierda los recuerdos si lo seleccionas en la casilla correspondiente al comprar el billete. No la hay. Te vas con ellos. Te vas con ellos a donde vayas. Y a donde vayas, ellos van contigo. Ese es el acuerdo tácito al vivirlos. Ese es el riesgo al disfrutarlos. Ese es el peaje de los ratos inolvidables. La única forma de que al moverse dentro de uno los recuerdos no duelan es vivir miles para que entre todos estén a presión y no queden holgueros por tu cabeza.
Los recuerdos no se compran. No puedes ir a la tienda y encargar un pack de recuerdos por 9,99 para que los tuyos se apretujen. Los recuerdos se consiguen viviéndolos y a veces, algunas, de mucho imaginarlos. Qué dura tarea por delante la de revisarlos en tu interior solo cuando tú así lo eliges. Los recuerdos no tienen reloj. Son intempestivos. Aparecen cuando quieren, incluso en sueños. Nunca estás a salvo; ellos nunca duermen… (y por su culpa, a veces tú tampoco).
Lo único que se puede hacer para vivir con algunos de ellos es dejar el tiempo pasar. Dejar que el tiempo te saque una media sonrisa al recordarlos. Muchos, con el tiempo, se olvidan; los feos, sobre todo.
Estás en mi hombro, conmigo. Y ahí, el tiempo no tiene nada que hacer.