Recuerdo que la última vez que deseé que la primavera apareciese por mi ventana era invierno; invierno puro, con sus hojas congeladas y sus ideas frías. Mentiría si dijese que llegó sin darme cuenta; que un buen día me levanté y era primavera.
Pero no, sentí el invierno, lo sentí de verdad. Me hice amiga del frío, lo invité a mi casa y, poco a poco, me fui acostumbrando a tenerlo sentado a mi derecha en el sofá y a mi izquierda en la cama. No es mal tio el frío, te congela, pero lo hace sin querer. Y -eso sí que pasa sin darte cuenta- te vuelve un poco más témpano. Y todo en ti rebota. Y ya nada duele. Y todo vuelve a estar bien...
Pero tú, ósea yo, no eras dura; tú, ósea yo, eras primavera. Y bueno, aunque no fue sin darme cuenta, un buen día me levanté y lo sentí; ya era primavera. Me derretí al levantarme, así sin más. Me vestí de primavera y salí a oler las flores. Y qué bien huelen algunas. Y qué alergia dan otras. Hay de todo, las que al acercarte te provocan cosquillas molestas en la nariz y las que con solo verlas te las hacen en la barriga. Las hay amarillas, rojas, blancas... Las hay incluso verdes. Un verde bonito, además. Las hay fuertes y con muchos petalos y otras que parecen tener una coraza de pinchos pero que con un susurro de aire cerca de ellas, se quedan en nada.
Pero a pesar de que ya es primavera tú, ósea yo, no volverás a serlo del todo. Y te alegras de que sea así. Te alegras porque de igual a igual no se siente de la misma forma. Te alegras porque la mejor manera de disfrutar de la primavera es no siendo como ella.