Iban caminando por la calle. A ella se le había antojado un helado en pleno enero y lo tuvieron que tomar al relente porque, cuando llegaron, la heladería estaba a punto de cerrar. Mientras charlaban, ella se detuvo en seco a mirar un escaparate y él se quedó, a su lado, leyendo una pintada que algún poeta gamberro había hecho en el cristal.
-Qué pasaría si nunca muero, que no tendría la posibilidad de nacer de nuevo- repitió él en voz alta. La reencarnación -dijo-.
-¿Crees en la reencarnación? -le preguntó curiosa ella-.
-No. -sentenció tajante él-. Bueno..., me cuesta creer en ella, la verdad -dudó un instante-.
-A mi no me gustaría reencarnarme. Si me reencarnase significaría que he muerto y que ya no estaré más contigo. -dijo ella entre triste y divertida-.
Entonces, fue el quien se paró en seco y se volvió a mirar como chuperreteaba la cucharilla llena de helado.
- Bueno, no tiene porque ser exactamente así. Imagina que tu te reencarnas en una abejita y yo me reencarno en una flor, y tu vienes y me polinizas -dijo mientras la abrazaba y se acercó a darle un beso-.
Cuando él pensó que ella se había quedado más tranquila con la nueva alternativa que les ofrecía la reencarnación, ella volvió a pararse en seco.
- Yo no quiero ser abejita.
-¿Por qué? -preguntó intrigado él-.
-Porque moriré igual cuando en uno de mis ataques le clave el aguijón a alguién...
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